domingo, 3 de febrero de 2013

El camino de los ingleses (2006)


Dante revive en Málaga.

Antonio Banderas ha resultado ser un cineasta la mar de peculiar. Podría haberse aprovechado de su fama como actor para dirigir cualquier blockbuster que hubiese querido. Pero el malagueño, que tantas veces en su carrera interpretativa ha optado por lo comercial aun a costa de la calidad (no nos engañemos… su filmografía está plagada de títulos muy mediocres, por no decir directamente malos, sobre todo en los últimos años), decide en El Camino de los Ingleses olvidarse del camino fácil y entregar una obra arriesgada, audaz, diferente, que sabe que va a generar tantas opiniones a favor como en contra… cosa que finalmente ocurrió en el momento de su estreno.
Porque, como ya hizo en Locos en Alabama (curiosísima mezcla de drama, comedia, denuncia racial y thriller policiaco), Banderas se destapa como un director amante del riesgo. Y he ahí la mayor virtud de El Camino de los ingleses. La película, guste o no, ofrece originalidad, valor y entusiasmo. Hay pasión, color, rabia, y una sensibilidad extrema que la estrella malagueña canaliza a través de los ojos de mirada limpia, la sonrisa y el encanto de un gigantesco Alberto Amarilla. Es una cinta arrojada, inclasificable, no apta para todos los públicos ni todas las mentes, que no se decide a ser ni drama ni comedia, y que se atreve a intentar hacer eso tan difícil que es acometer poesía visual (ver las muchas escenas oníricas, con ese colorido tan particular, o la elegancia con que están rodadas las escenas de sexo). Por momentos, parece como si Banderas quisiera emular, dentro de unos límites, a Terrence Malick o Wong Kar Wai, con esa narración fragmentada, esos minutos que se toma de pausa de vez en cuando para insertar imágenes de poderosa imaginería visual, y ese sabio empleo de la fotografía y la música. El resultado es una película irregular, pero decididamente fascinante y de gran intensidad, que nos regala momentos de auténtico cine, como la hipnótica secuencia de los jóvenes bajo la lluvia o ese clímax de imágenes encadenadas, previo al epílogo.
Por supuesto, la película no es perfecta. Hay demasiadas historias, demasiados personajes y varios momentos sin demasiado interés, así como algunas cosas dejadas bastante a medias (ver el episodio de los personajes de Juan Diego y Pepa Aniorte). Pero incluso en los momentos más flojos, la película sale a flote gracias al excelente trabajo de sus actores jóvenes. Mario Casas (casi irreconocible), Raúl Arévalo (sorprendentemente parecido en su actuación a Javier Cámara, y demostrando ya lo único que es para dar vida a personajes medio alelados pero con encanto, como en AzulOscuroCasiNegro), Félix Gómez (anticipando ya muchas de las cosas excelentes que mostraría después en Herederos, en la atormentada piel de Jacobo Orozco), Marta Nieto, y especialmente el ya citado Amarilla y la brillante María Ruiz (cuya Luli es la Beatriz de ese Dante moderno que es Miguelito; ver la secuencia en la que hablan por teléfono) son todo naturalidad y entrega a Banderas, cuya cámara extrae lo mejor de cada uno. El guión de Antonio Soler, además, nunca abandona a los personajes, y les da a cada uno su importancia, su peso, y en última instancia, el final a sus conflictos.
Y es que, a pesar del halo de magia y el velo de cierta irrealidad que impregnan las imágenes, lo mejor de El Camino de los Ingleses es el retrato generacional que hace del paso a la madurez de un grupo de jóvenes, y de esa senda de la vida que todos al final debemos recorrer, por obra y gracia del gran trabajo vocal de un breve pero inolvidable Fran Perea.
Le pese a quien le pese, con sus virtudes y defectos, Banderas es un autor a seguir. Sin duda.

Lo mejor: La realización de Banderas y la intensidad de la cinta en muchos momentos, sin olvidar a los excelentes actores jóvenes (especialmente Amarilla, Ruiz y Perea).
Lo peor: Cuando la narración abandona a los jóvenes, la cosa pierde bastante interés, y cabe preguntarse si personajes como los de Antonio Garrido e incluso Victoria Abril eran verdaderamente necesarios.

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