jueves, 8 de octubre de 2015

Cabaret


Berlín, 1931.
Dejen sus problemas afuera...
El eslogan que lleva definiendo a Cabaret (Joe Mastertoff, John Kander, Fred Ebb) desde su estreno sigue siendo válido en 2015, porque el principal valor del show continúa intacto: Cabaret es un espectáculo de primerísimo orden y un entretenimiento de dos horas y media en las que el espectador nunca mira el reloj. No hay tiempo. Hay demasiado que disfrutar, demasiados detalles a los que prestar atención, demasiado sobre lo que reflexionar antes, durante y después de la caída del telón.
Se ha dicho hasta la saciedad que esta es la versión más espectacular jamás hecha en España del mítico musical que inmortalizó Bob Fosse en el cine. Si eso es verdad o no tendrá que decidirlo cada espectador. No nos engañemos: el listón que puso la versión de 2003, la que situó en el mapa a un entonces desconocido Asier Etxeandia y encumbró a Natalia Millán, está muy alto. El Teatro Alcalá con la platea repleta de mesas circulares simulando estar verdaderamente en el Kit Kat Klub sigue muy presente en la memoria de todos los que lo vieron. Pero no sufran. Este nuevo Cabaret de Jaime Azpilicueta (maestro de maestros de la dirección de musicales en España, a quien debemos el que para quien esto firma es la joya del género patrio, el Jesucristo Superstar producido y protagonizado por Camilo Sesto en los 70) es un regalo para el espectador. Esta vez, el Teatro Rialto se ha vestido también con sus mejores galas para pasar por el Berlín pre-nazi y el resultado es, como decíamos, un espectáculo verdaderamente impresionante. El impacto emocional de la historia sigue intacto, porque ante todo Cabaret es una muy buena obra teatral, canciones aparte, pero el efecto que logra crear en el espectador es casi de pura magia. Es como si todos los elementos encajaran a la perfección unos con otros. Cabaret es denuncia social, rabiosa y con una tensión in crescendo que acaba por hacerse insoportable sin resultar panfletaria. Es espectáculo puro y duro, picante ("Two ladies", la provocación absoluta), atrevido, entretenido (el número de "Money money" es para enmarcar) y con una música magistral. Y sobre todo es amor también, con la historia de Sally y Cliff, dos almas perdidas que se encuentran y enamoran en el peor momento. Todo eso es Cabaret, y funciona de forma sobresaliente en todas las facetas.
Muchas veces se critica en los musicales hechos en nuestro país (y no sin razón) que no hay verdaderos actores interpretando los personajes. Hay cantantes excepcionales, bailarines de enorme talento, pero no actores que sean capaces de expresar todas las emociones de los roles. Este Cabaret también es distinto en eso. No solo cuenta con un extraordinario ensemble de danza y coro que hace un trabajo de apoyo espectacular, sino que los solistas brillan por encima de la media porque, aparte de cantar a la perfección, son también actores. Muy buenos actores. Y si no, observen a esa Marta Ribera que es una delicia de escuchar cuando canta y también cuando habla, una todoterreno que ya ha demostrado su versatilidad mil veces (¡Ay, Carmela!, West Side Story, Chicago, Spamalot, el propio Cabaret en su versión anterior... ¡si es que no hay nada que no haya hecho esta artista!) y aquí vuelve a emocionar en la piel de la atribulada Schneider. Junto a ella, formando una pareja realmente encantadora, está un soberbio Enrique del Portal poniendo voz y cuerpo a los millones de judíos a quienes esperaban los tiempos más tristes y oscuros de sus vidas. O ese Víctor Díaz espléndido cuyo Ernst cae tan bien al respetable hasta que se quita el abrigo y revela la esvástica que luce en el brazo. Pepa Lucas, como la alegre y algo ligera de cascos Kost, es una de las que más carcajadas aporta incluso cuando todo se vuelve negro.
Los dos protagonistas masculinos merecen consideración aparte. Que Dani Muriel es uno de los mejores actores jóvenes de este país no es ninguna novedad para quienes hayan podido seguir sobre todo su trabajo en teatro (¿lo vieron en Las heridas del viento o Los miércoles no existen? Pues eso). Pero no deja de resultar sorprendente ya no sólo lo bien que canta (aunque cante poco) sino la maestría con la que plasma ese punto de cierta sosería inicial de Cliff, su posterior fuerza a la hora de enfrentarse a un mundo que se desmorona y por supuesto su aura de héroe romántico de Sally y de media platea. Un héroe romántico sin suerte, imperfecto, cuestionable, de sexualidad también un tanto ambigua, como la de casi todos los personajes de la obra, pero un personaje íntegro, valeroso y sincero en un ambiente en el que todos a su alrededor tienen miedo. Y un aviso. Si cuando vayan a ver la función tienen la inicial desgracia de perderse a Edu Soto, no sufran. Jose C. Campos es un regalo. Mordaz, sexy, atrevido, deslenguado, amanerado, exagerado pero nunca pasado de rosca o sobreactuado, su Emcee da los mejores y más divertidos momentos de la función. Imposible quedarse con uno solo, aunque ese previo al segundo acto que se marca (o ese fin del entreacto, como prefieran) es pura antología cómica y de improvisación. Aviso: si son vergonzosos, no se sienten en una butaca de pasillo cercana al escenario... y hasta ahí se puede leer.

Si antes se decía que esta versión tiene difícil luchar contra el recuerdo de la producción de 2003, sin duda más difícil todavía lo tenía Cristina Castaño, la nueva Sally Bowles. Liza Minnelli está en la mente de todos los espectadores, es uno de esos casos en los que el personaje se convierte casi en sinónimo de la actriz. Sin embargo, decir que Cristina salva la papeleta es quedarse muy corto. No es que se defienda, es que se come el escenario. La gallega tiene una presencia escénica poderosísima, magnética y especial, que hace que sea imposible apartar los ojos de ella cuando está en escena. Tal y como algunas críticas han resaltado, el baile es quizás la variable más débil de su ecuación, pero decir que no sabe bailar es de estar muy ciego. No es bailarina de carrera como las chicas del ensemble, de acuerdo, pero se mueve con una soltura que le va muy bien al personaje y en ningún momento da impresión de quedarse atrás. Además, qué importa eso cuando da un recital como el que da cantando e interpretando. Su Sally es encantadora, sexy (esa versión que se marca de "Don't tell mama"...), ingenua, de carácter difícil y también despreocupado, divertida e inmadura, y todo eso es capaz de plasmarlo Cristina, a veces incluso a la vez, con una sola mirada o con una inflexión de voz. Porque Cristina es muy cantante y muy actriz, y cuando mezcla las dos cosas (es decir, cuando interpreta lo que canta) es una delicia. Canta desde siempre, pero nunca había cantado tanto ni tan bien como aquí, y su versión de la celebérrima "Cabaret", llena de emoción, es ya un hito de la historia de los musicales en España. No ha nacido una estrella. Ya lo era, pero ha llegado el momento de que el mundo lo descubra por fin. Y que nunca se baje del escenario, por favor. Esa voz y esa sensibilidad son muy necesarias.
Queda para el final, valga la redundancia, el final de la obra. Lo último que el público ve antes de que todo acabe, con todo el elenco presente en escena de una manera u otra. Una recomendación: no dejen que nadie se lo reviente. No dejen que se lo cuenten, porque les estarán estropeando uno de los momentos más tensos, terribles y espectaculares que sus ojos van a ver en las tablas de un teatro, ahora o siempre. Si después de que caiga el telón siguen escuchando un redoble de tambores, no se asusten. Son los latidos de su corazón, que sigue en shock por lo que acaba de pasar en el escenario. Puede que incluso les cueste reaccionar para empezar a aplaudir. Quita la respiración y revuelve el estómago y la conciencia. Porque sí, este Kit Kat Club es menos decadente y mucho más alegre y glamouroso que en otras ocasiones, pero la obra entera está impregnada de un marcado carácter sórdido y ciertamente espeluznante, y toda esa tensión termina por estallar en ese final tan inolvidable y explosivo. Por suerte para los espectadores y por desgracia para nuestro pobre mundo.
Así pues, dejen sus problemas afuera. El Kit Kat está de nuevo abierto y esperando a que lo visiten. Y merece la pena, aunque este viaje a Berlín sea más amargo que dulce.

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